miércoles, 5 de agosto de 2009

Las silenciosas mujeres de Roma


La mujer más famosa de la historia de Roma no fue ni siquiera una romana: Cleopatra era reina de Egipto, el último monarca de la dinastía macedonia que Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro Magno, había entronizado a orillas del Nilo. Aparte de ella, ¿qué otros nombres se nos ocurren? Unas pocas mujeres, brillantes, crueles y viciosas, de la familia imperial, como Mesalina, tataranieta de Augusto y esposa de su primo segundo, el emperador Claudio; o la última mujer de éste, Agripnia, que fue la madre de Nerón, y, según insiste la tradición de aquella época, durante algún tiempo también su amante. Nos acordamos asimismo de dos o tres nombres en la poesía amorosa, como la Lesbia de Catulo. Y algunas mujeres legendarias de los primeros días de Roma, como Lucrecia, que conquistó la inmortalidad siendo violada. E, incluso en la leyenda, la más grande de todas tampoco era una romana, sino Dido, la reina de Cartago que amó y no consiguió retener a Eneas.


Una lista tan corta y unilateral como ésta puede llamar muy fácilmente a error. El mundo romano no ha sido el único en la historia en el que las mujeres actuaban en el telón de fondo de los negocios y la política, o en el que conquistar la atención o la pluma del libelista era el más seguro camino para conseguir publicidad y, tal vez, fama duradera. Sin embargo, no es fácil pensar en otro gran Estado que no produjese ni una sola mujer de verdad importante como poetisa o escritora, ni una reina auténticamente regia, ni una Débora, ni una Juana de Arco, ni una Florence Nightingale, ni una mecenas de las artes. Las mujeres de plena época victoriana estaban en Inglaterra igualmente desposeídas de derechos, eran de modo parejo víctimas de un criterio doble de moralidad sexual, estaban igualmente expuestas al peligro y a la ruina en el momento en que se aventuraban fuera del hogar o de la iglesia. Y, sin embargo, la diferencia profunda nos resulta evidente.


O, mejor dicho, resultaría evidente si pudiéramos estar seguros de lo que legítimamente puede creerse acerca de las mujeres romanas. Dejando a un lado las leyendas, aquéllas nos hablan por cinco canales: la poesía erótica y satírica de la Baja República y del Alto Imperio, poesía que está toda ella compuesta por varones; las obras de sus biógrafos e historiadores, todos ellos hombres y por la mayor parte incapaces de resistirse a las tentaciones de lo lascivo y lo escandaloso; los epistógrafos y los filósofos, todos ellos varones; la pintura y la escultura, principalmente estatuas-retrato, piedras funerarias inscritas y monumentos religiosos de todo tipo; y, por fin, los innumerables textos legales. Es obvio que todas estas voces se expresan según motivos entrecruzados. (Difícilmente se podría esperar hallar citas del Ars Amandi ovidiano o de los frescos pornográficos del burdel de Pompeya en los monumentos funerarios.) Cada uno nos cuenta su parte de una compleja y ambigua historia. Es menester conjuntar todos los fragmentos y, aun así, siempre nos faltará uno esencial, a saber, lo que las mujeres mismas hubieran dicho de habérseles dado licencia para hablar.


No tengo mucho que decir, amigo mío; para y lee. Esta tumba, que no es bella, es sin embargo la de una mujer hermosa. Le dieron sus padres el nombre de Claudia. Amó a su esposo en su corazón. Le dio dos hijos, de los que el uno se llevó la tierra y el otro deja tras de sí. Su conversación era amable y grácil su caminar. Llevó la casa e hizo labores de lana. Eso es todo. Vete en paz.


Está claro que no fue la tal Claudia la que seleccionó e hizo grabar este epitafio en verso (la traducción es de Richmond Lattimore) en la ciudad de Roma, en el siglo II antes de nuestra era, sino su marido o algún otro de sus parientes varones. Es fácil hacer observaciones cínicas, y no sólo sobre este ejemplo particular, sino sobre los centenares que registran la devoción doméstica, por lo general incluyendo la expresión de que marido y mujer vivieron juntos por x años, sine ulla querella, o sea, "sin una sola disputa". Y, sin embargo, hay mucho que aprender de esa misma monotonía con la que tales sentimientos se repiten siglo tras siglo, al menos con respecto a la mujer ideal -ideal formulado e impuesto aquí por los varones romanos de las clases media y superior-.


Comencemos diciendo que hasta bastante tarde en la historia de Roma, las mujeres carecían de nombres individuales propiamente dichos. Claudia, Julia, Cornelia, Lucrecia, son tan sólo apellidos con terminación femenina. Las hermanas tenían el mismo nombre y sólo se las distinguía añadiendo expresiones como "la mayor" o "la menor", "la primera" o "la segunda" y demás. En el caso, nada infrecuente, de matrimonio entre primos de padre, la madre y la hija también tendrían idéntico nombre. Sin duda que esto se prestaba a confusiones, pero, se está tentado a sugerir, a confusiones que eran bienvenidas por cuanto que nada habría sido más fácil de eliminar. No era menester un gran genio para discurrir el darle a cada muchacha individual un nombre personal, como se hacía con los varones. Es como si los romanos quisieran sugerir de manera muy marcada que las mujeres no eran, o no debían ser, auténticos individuos, sino tan sólo fracciones de la familia. Y, a este respecto, fracciones anónimas y pasivas, puesto que las virtudes sobre las que se ponía el acento eran el decoro, la castidad, la gracia e incluso la maternidad y la paciencia. De seguro que amaban a sus esposos —aunque no precisemos creer todo lo que éstos decían una vez que la esposa había muerto—, pero como se ama a un señor absoluto que es libre de buscar sus goces en otras partes y poner punto final a la relación, de un modo absoluto, cuando es de su grado y si es de su grado.


El vocablo "familia" se deriva del latín, pero de hecho los romanos no tenían una palabra para designar a la "familia" en nuestro sentido más común, como por ejemplo en la frase "llevo a mi familia a la costa para pasar el verano". En contextos diferentes familia designaba a todas las personas que estaban bajo la autoridad del jefe de la casa, o a todos los descendientes de un antepasado común, o a todas las pertenencias de un ciudadano, o simplemente a todos sus servidores —nunca a la familia en nuestro sentido íntimo—. Ello no significa que esta última no existiera en Roma, sino que el énfasis se colocaba sobre una estructura de poder antes que sobre lo íntimo o lo biológico. Un paterfamilias romano ni siquiera necesitaba ser padre: se trataba de un término legal y se aplicaba a cualquier jefe de una casa. Sus hijos ilegítimos eran a menudo excluidos, incluso cuando su paternidad se reconocía abiertamente, y, al mismo tiempo, su hijo y heredero podría ser un extraño al que había adoptado de acuerdo con las correctas formalidades de la ley. En teoría, este poder —sobre la esposa, sobre hijos e hijas y sobre las mujeres e hijos de sus hijos, sobre sus esclavos y su propiedad— era absoluto y escapaba a todo control, concluyendo únicamente a su muerte o bien por un acto voluntario de "emancipación" previa de sus hijos. Aún en el siglo IV d. de C. un edicto de Constantino, el primer emperador cristiano, seguía definiendo tal poder como derecho "sobre vida y muerte". Se trataba de una exageración, pero la verdad no andaba lejos.


Salvo excepciones relativamente menores, una mujer estaba siempre en poder de algún varón: de su paterfamilias, de su marido o de algún tutor. En los tiempos más antiguos el matrimonio comprendía una ceremonia formal en la que la novia le era entregada al esposo de manos del paterfamilias: éste la "expulsaba" del hogar en sentido literal. Después, cuando los llamados matrimonios "libres" se tornaron cada vez más corrientes —libres de las antiguas formalidades, y no en el sentido de que marido o mujer hubiesen realizado una elección libre de su cónyuge—, la mujer siguió estando legalmente sometida al paterfamilias. El divorcio, la viudedad y las segundas nupcias produjeron más complicaciones y requirieron más reglas. ¿En quién descansaban los derechos de dote y herencia? En la segunda generación, también, de existir prole. Los legisladores y los textos legales romanos conceden mucho espacio a estas materias. Desde el punto de vista estatal era esencial interpretar bien las relaciones de poder y propiedad, por cuanto que la familia era la unidad social básica. Pero en esto había algo más: el matrimonio significaba hijos, y éstos eran los ciudadanos de la siguiente generación. Mas por supuesto que no todos los hijos, pues cuando Roma extendió su Imperio al Atlántico y al Próximo Oriente, el grueso de la población contenida en sus fronteras estaba formado por esclavos o por hombres libres que no gozaban de la ciudadanía. Es obvio que los derechos y el status político de los hijos fueron asunto del Estado y que éste no los pudiera dejar a decisiones privadas fuera de control. Así pues, el Estado estableció normas estrictas prohibiendo ciertos tipos de matrimonio: por ejemplo, entre un ciudadano romano y un no-ciudadano, sin importar aquí rango o fortuna; entre un miembro de la clase senatorial y un ciudadano que procediese de la clase de los libertos (ex-es-clavos). Después, dentro de los límites permitidos, el derecho a escoger y decidir correspondía a los cabezas de familia: eran éstos los que negociaban el matrimonio de sus hijos. Y la ley les permitía hacerlo, y tener el matrimonio consumado en cuanto la muchacha hubiera cumplido los doce años de edad.


Es fama que, en un banquete celebrado entre varones al comienzo del siglo u antes de Cristo, el general Escipión el Africano estuvo de acuerdo en casar a su hija Cornelia con su amigo Tiberio Graco, y que su mujer se enojó mucho porque lo hizo sin tener cuenta de ella. El relato es probablemente falso: al menos muy sospechoso en cuanto que se repite referido al hijo de Tiberio, el famoso reformador agrario del mismo nombre, y a la hija de Apio 'Claudio. Pero sea o no verdad, los relatos son ciertos en esencia, pues aunque las mujeres pudieran enojarse, éstas eran impotentes, y es digno de hacer notar que es el ala más "liberal" e ilustrada de la aristocracia senatorial Ha que está aquí en escena. Posiblemente la mujer del ferozmente tradicional Catón el Censor se hubiera guardado la ira en ocasión semejante: de cualquier modo, no esperaría que se le consultase nada. Y de seguro que el primero de los emperadores romanos, Augusto, no consultaba con su mujer, ni con ninguna de las partes interesadas, cuando ordenaba a miembros de su familia o a distintos allegados el desposarse, divorciarse o contraer segundas nupcias siempre que pensaba (y lo hacía a menudo) que las razones de Estado o las consideraciones dinásticas se verían favorecidas por medio de arreglos personales.


Augusto y su familia personifican la mayor parte de las complejidades, dificultades y aparentes contradicciones que eran inherentes a la relación romana entre los dos sexos. Se casó primero a la edad de veintitrés años y se divorció de su mujer dos años más tarde, después del nacimiento de su hija Julia, para desposar a Libia tres días después de que ésta hubiera tenido un niño. En esta segunda ceremonia el ex-marido de Libia actuó como paterfamilias y se la entregó a Augusto. Cincuenta y un años más tarde, en el 14 d. de C., es fama que Augusto se dirigió a Libia con estas últimas palabras: "Acuérdate de nuestro matrimonio mientras vivas. Adiós". Libia había tenido dos hijos de su anterior matrimonio: era inevitable que las habladurías sugiriesen que Augusto era el verdadero padre del segundo y único varón, Tiberio, quien en el año 12 a. de C. fue obligado por Augusto a repudiar a su mujer y a desposar a la recientemente enviudada Julia, hija de Augusto y de su primera esposa. Andando el tiempo, Tiberio fue adoptado por Augusto y le sucedió en el trono. Mucho antes de este suceso, en el año 2 a. de C., Julia fue desterrada por el emperador como depravada sexual, y diez años más tarde, la hija de ésta, también llamada Julia, recibió el mismo castigo. No acaba aquí la historia, pero ya nos sería suficiente de no ser por dos detalles: el primero es que una de las razones por las que se supone que Augusto repudió a su primera esposa fue por su firme negativa a soportar a una de las amantes de éste; el segundo, que Augusto fue el autor de una larga serie de leyes destinadas a reforzar los lazos familiares y a poner freno al libertinaje y depravación moral generales entre las clases elevadas.


Augusto no era Nerón. No contamos con razones para pensar que, de acuerdo con los criterios de su época, no fuese un hombre razonablemente moral (concediendo aquí que su posición en cuanto emperador crease situaciones anormales). Los moralistas, tanto antiguos como modernos, tienen la costumbre de sacar a luz la decadencia del nivel moral de los romanos ya desde los primeros días. Siempre es sospechoso el hablar de los "buenos tiempos de antaño", pero bien pudiera admitirse que mientras Roma siguió siendo una comunidad agrícola de las riberas del Tíber, detentadora de escaso poder de cara al exterior, la vida era más simple y los cánones morales más estrictos. No obstante, el papel sumiso y pasivo de las mujeres databa de muy antiguo y es seguro que por el tiempo del surgimiento histórico de Roma como un poderoso Estado, por ejemplo tras la derrota de Aníbal a finales del siglo III a. de C., todos los elementos de la situación moral y social que Augusto tanto representó como, en cierta medida, trató de controlar, estaban ya ahí. Tampoco estamos justificados si hablamos de hipocresía. Nadie creía, ni siquiera simulaba creer, que el matrimonio monogámico —que era el estrictamente impuesto— era incompatible con la actividad sexual polígama por parte de la mitad masculina de la población. De lo que sí se preocupó Augusto fue de las consecuencias sociales de una visible repugnancia por parte de la nobleza a engendrar hijos legítimos en número suficiente, de los resultados sociales de un modo de vivir locamente lujoso y derrochador, del libertinaje público, y, en las clases elevadas, del libertinaje femenino (que puede haber aumentado con la baja de la moralidad política en los tiempos finales de la República). Lo que nunca se le ocurrió fue que la regeneración moral pudiese incluir la abolición de concubinas, amantes y burdeles, el poner fin al acceso sexual de las propias esclavas, o bien una redefinición del adulterio que comprendiese también las relaciones carnales del varón fuera del lecho conyugal.


En el concepto romano de la moralidad no había ningún puritanismo. El matrimonio era una institución cardinal, pero no había nada de sacramental en ella. Era cardinal porque toda la estructura de la propiedad descansaba ahí y porque tanto el indispensable culto familiar como la institución de la ciudadanía precisaban de la vetusta y regular sucesión de hijos legítimos de una generación a otra. En aquel mundo no existían ni solteras ni solteros recalcitrantes. Se suponía que, una vez alcanzada la edad precisa —lo que por supuesto no hacían muchos, dada las tasas de mortalidad enormemente altas de entonces—, el individuo había de casarse. La sociedad no podía seguir su curso normal de otra manera. Sin embargo, el énfasis se ponía siempre en la corrección del matrimonio desde un punto de vista social y económico, y en su legitimidad (y por consiguiente, también en la legitimidad de la prole) desde un punto de vista político y legal. Si la relación resultaba ser por añadidura agradable y afectuosa, tanto mejor; se daba por supuesto, sin embargo, que los varones habrían de hallar, a menudo sólo o principalmente, compañerismo y satisfacción sexual también en otras relaciones. Lo que se esperaba aquí de ellos es que obrasen con buen gusto, pero nada más.


Los criterios, ya del gusto ya de la ley, estaban profundamente influidos por la clase. Hombres como Sila o Cicerón gozaron abiertamente de la compañía de comediantes y actrices, pero de acuerdo con una ley de Augusto y, antes de ella, de acuerdo con la costumbre, ningún miembro de la clase senatorial podía contraer matrimonio legítimo con mujer que fuese, o que hubiese sido, actriz, mientras que los demás ciudadanos romanos eran libres de hacerlo. A los soldados de las legiones —no así a sus oficiales— les estaba vedado casarse por el tiempo que duraba su servicio, que con Augusto era de veinte años y que más tarde llegó a ser de veinticinco. Las razones que justificaban tal ley eran bastante complicadas, y las consecuencias aún lo eran más {hasta que por fin la ley se revocó en el año 197 d. de C.). Por supuesto, que los soldados siguieron contrayendo matrimonio y engendrando prole durante todo ese período, y sus epitafios están tan llenos de referencias a amantes esposas e hijos como los de cualquier otra clase. Es obvio además que no pudieron actuar de este modo de una manera clandestina: la ley y sus agentes no eran tan necios como para ignorar lo que estaba pasando. Pero sólo insistían en la ilegalidad de la relación, y a continuación procedían a promulgar y revisar constantemente regulaciones para paliar los inevitables enredos: sobre la herencia, el status de los hijos y de los derechos de todas las partes interesadas después de una honrosa licencia del servicio de las armas.


Aparte de los soldados, poco sabemos de cómo se comportaban a este respecto las clases inferiores de la sociedad romana. Todos estaban sujetos al mismo código de leyes, pero éstas nunca son guías automáticas por lo que respecta a la conducta real de una comunidad, y no era frecuente que historiadores o filósofos se preocupasen de manera concreta y fidedigna de los campesinos más pobres, o de las decenas de millares de individuos apiñados en las conejeras urbanas que los romanos llamaban insulae. Es obvio que entre esas gentes las dotes, los arreglos de la propiedad o las alianzas familiares por propósitos políticos de hecho no vinieran a cuento ni para concertar el matrimonio ni para disolverlo. Y tampoco era el caso de que pudiesen pasarse tan fácilmente sin el trabajo de la esposa, sea en la tierra o en el puesto del mercado, en la taberna o en el taller. Una cosa era "hacer labores de lana", como esa Claudia cuyo epitafio he citado arriba, y otra muy distinta el hilar lana en serio.


Sería con probabilidad seguro e1 conjeturar que las mujeres de las clases inferiores estaban, en consecuencia, más "emancipadas", o sea, eran más iguales de facto, si bien no estrictamente ante la ley, sí de una manera más general aceptadas en cuanto personas por derecho propio que no sus hermanas más ricas, más burguesas, o más aristocráticas. Tal fenómeno resulta harto común en toda comunidad. No hay duda de que eran más libres en todos los sentidos: mucho menos inhibidas por las definiciones legales o la legitimidad del matrimonio y menos constreñidas por el doble criterio de moralidad sexual. Entre otras cosas, el rápido desarrollo de la esclavitud a gran escala tras las guerras con Aníbal y los cartagineses, combinado con la frecuente práctica de manumisión de los esclavos, significó que una gran proporción de la población libre, incluso de la clase ciudadana, estaba compuesta cada vez más de libertos y de hijos de esclavos. Esto sólo —y específicamente su diferencia, en cuanto mujeres, con relación al tiempo en que eran esclavas— habría sido bastante para conferirles, a ellas y a sus maridos, una actitud en cierto sentido distinta hacia los valores aceptados y tradicionales de las clases elevadas. Añádanse las necesidades económicas, las formas de vida de los barrios pobres, el hecho de que su trabajo no fuese un pasatiempo y lo demás se seguirá.


Se daba, en todas las clases, una circunstancia inescapable, a saber, la elevada posibilidad de muerte temprana.

Un cálculo aproximado nos dice que de la población del Imperio Romano que conseguía llegar a la edad de quince años (o sea, los que sobrevivían a la gran mortalidad de la primera y segunda niñez) más de la mitad de las mujeres morían antes de los cuarenta años y, en algunas clases sociales y regiones, antes de los treinta y cinco. Las mujeres, a este respecto, salían mucho peor malparadas que los hombres, en parte habida cuenta de los peligros del parto, en parte por el riesgo de puro y simple agotamiento. De esta suerte, en una tumba familiar regularmente usada en el siglo segundo y tercero, fueron sesenta y ocho las mujeres enterradas por sus maridos y sólo cuarenta y uno los maridos enterrados por sus esposas. Una consecuencia de esta situación, consecuencia favorecida por la facilidad de obtener el divorcio, era la frecuencia de segundas y terceras nupcias tanto de mujer como de varón, y principalmente de estos últimos. A su vez, esto hacía más complejas tanto las relaciones personales como familiares, económica y también psicológicamente, y tal perspectiva, incluso antes de ese acontecimiento, habría de introducir un considerable elemento de tensión en muchas mujeres. Asimismo, debían ser multitud las sexualmente frustradas e insatisfechas.


Nada de lo dicho implica necesariamente que las mujeres no aceptasen pasivamente su posición, al menos en la superficie. Sería un desventurado error el que leyésemos retrospectivamente nuestras propias nociones o valores en ese cuadro, o incluso en el de uno o dos siglos atrás. Las mujeres de la sociedad francesa de provincia retratadas por Balzac parecen haber sido más marginadas y peor tratadas que sus hermanas de Roma. Estas últimas, al menos, contaban con esposos mucho menos avaros en cuanto a dinero y lujos, y participaban de una vida social a base de banquetes bastante activa, al igual que de las diversiones públicas de masas. La evidencia nos sugiere que las mujeres balzacianas de algún modo hacían las paces con el mundo, incluso si con frecuencia tales avenimientos resultaban desdichados y trágicos, y de seguro que eso también sucedía con las mujeres de Roma. Los auto-, res latinos nos hablan de la culta conversación de las señoras en las reuniones mixtas: en el tercer libro del Ars Amandi Ovidio da bríos a tal tipo de mujer no sólo para que se vista y acicale de la mejor manera, perfume su aliento o aprenda a andar con gracia y a danzar bien, sino asimismo para que cultive la mejor poesía griega y latina. Es una pena que no podamos sorprender tales conversaciones, pero no existe ningún Balzac o Stendhal, Jane Austin, Thackeray o Hardy romanos para ofrecernos esa oportunidad.


Ello nos remite otra vez al silencio de las mujeres romanas que, en un sentido, habla bien alto, aunque de curiosa manera. ¿Dónde estaban los rebeldes entre aquellas mujeres —Jas George Sand o Harriet Beecher Stowe, las Hester Prynne o Tess de los D'Urbervilles? ¿Cómo, por decirlo de otra manera, encontraban las mujeres "honradas", de cuna, educación y tiempo libre, escapatoria para esas energías y talentos reprimidos? Las respuestas parecen limitarse a una pequeña gama de actividades. Una era la religión. Es ya tópico en nuestra propia civilización que, al menos en los países latinos, las mujeres se ocupan de las cosas religiosas mucho más que los varones. Pero sería un error generalizar demasiado aprisa: ello no ha sido verdad en la mayor parte de la 'historia de los hebreos ni del mundo antiguo. Depende en gran medida del contenido y orientación de ritos y doctrinas. La religión tradicional de Roma estaba centrada en la familia (el hogar y los antepasados) y en los cultos estatales, y el varón desempeñaba un papel predominante en ambas cosas —en cuanto paterfamilias y en cuanto ciudadano, respectivamente— a pesar de que era una diosa, Vesta, la que protegía el hogar, y no un dios. Y tenemos por cierto que el hogar público, con el fuego sacro que jamás podía sacarse de aquel recinto, estaba a cargo de seis mujeres, las Vírgenes Vestales. A las mujeres se les reservaban también otros ritos, cual el culto de la Bona Dea, la "buena diosa", u otros excepcionales, como la recepción ceremonial en el puerto de la estatua de la Mater Idaea, traída del Asia Menor hacia el final de la guerra contra Aníbal, como respuesta a un oráculo sibilino que garantizaba la victoria si tal cosa se llevaba a efecto. La procesión, empero, fue dirigida por un hombre, "el más noble del Estado", tal como lo exigió la misma profecía. Y las Vírgenes Vestales estaban sujetas a la autoridad de un varón, a saber, del Pontifex Maximus.


En consecuencia, en la mayor parte de la historia de Roma, de hecho hasta el fin de la República, las mujeres no eran importantes, ni siquiera en la religión. El cambio advino bajo el Imperio y con el gran influjo de los varios cultos mistéricos orientales en el orbe romano, cultos que comportaban sus nuevos elementos de comunión y salvación personal. Algunos de ellos —notablemente el de Mitra, el dios del soldado por excelencia— les estaban cerrados a las mujeres. Otros, empero, les ofrecían esperanza, liberación final y un status inmediato sin comparación con nada de lo experimentado antes —sobre todo la adoración de la diosa egipcia helenizada Isis—. La tal se convirtió (tanto para hombres como para mujeres) en la Isis de los Diez Mil Nombres, en la Señora de Todas las Cosas, en la Reina del Mundo Habitado, en la Estrella del Mar, identificable con casi todas las diosas del orbe conocido. "Entregaste a la mujer igual poder que al varón", dice uno de sus himnos. En otro es ella misma la que afirma: "Yo soy la que las mujeres llaman diosa. Ordené que las mujeres fuesen amadas por los hombres; a marido y mujer puse juntos e inventé el contrato de la boda".


No era de extrañar, por consiguiente, que de todos los cultos paganos la adoración de Isis fuese el que opuso la más tenaz resistencia cuando el Cristianismo se elevara a la posición de mayor dominio dentro del orbe romano y, a continuación, a un cuasi monopolio. El Cristianismo, por su parte, en seguida halló dificultades acerca de la cuestión de la mujer. Por un lado estaba el inequívocamente elevado y, por entonces, insólito papel de las mujeres en la vida de Cristo y en muchas de las primeras comunidades cristianas. Al nuevo credo accedían mujeres procedentes de todas las clases sociales. También hubo mujeres que fueron mártires. Pero, por otro lado, hallamos la doctrina que expresa por ejemplo la Epístola a los Corintios (I, 14): "que vuestras mujeres guarden silencio en la Iglesia, pues no se les ha dado licencia para hablar, sino que se les manda permanecer bajo obediencia, como también dice la Ley". No se permitía que las mujeres olvidasen que había sido Eva la creada de una costilla de Adán, y no a la inversa. Ni en este respecto ni en ningún otro la Iglesia primitiva buscó o causó una revolución social. Tanto el ritual de la Iglesia como su administración permanecieron firmemente en manos de varones, así como el cuidado de las almas, lo que incluía, claro está, a las almas de las mujeres.


En lo que el Cristianismo difería de la más radical de las maneras de muchas (aunque no de todas) las demás religiones mistéricas de aquel tiempo, fue en la importancia concedida a la idea central de la purificación y pureza más allá de la castidad hasta dar en el celibato. A muchas mujeres esta actitud les ofrecía una liberación merced a la sublimación. Que el mundo tradicional pagano no fuera capaz de entenderlo, ni siquiera de creerlo, es harto comprensible. La aristocracia romana había sido durante mucho tiempo sospechosa de distintos cultos extraños. Tras las guerras de Aníbal se había extendido por Italia una gran ola de religión dionisíaca y orgiástica, que pronto fue prohibida por el Senado en el 186 a. de C., e incluso la adoración de Isis hubo de mantener una larga lucha con el Estado antes de conseguir el reconocimiento oficial. El lector de los himnos o de la detallada exposición del culto que hacen Plutarco o Apuleyo puede hallar que tal cosa es difícil de entender, pero el hecho es que Isis, aunque atraía a todas las clases sociales, era sobre todo popular entre las gentes del demi-monde.


La sublimación por vía de la religión no era la única escapatoria existente para las energías reprimidas femeninas y para la rebelión de la mujer. Existía otra, exactamente en dirección opuesta. En los anfiteatros, entre los espectadores, las esposas conseguían igualarse a sus maridos: ambos paladeaban la horrenda brutalidad de los festivales de gladiadores (y de los martirios) con idéntico gozo salvaje. El gladiador se convirtió en el tipo masculino a la moda para las mujeres romanas, principalmente entre las clases superiores. Y, en la cumbre, las mujeres mismas se tornaron, metafóricamente, gladiadores. No todas las esposas de los emperadores romanos fueron monstruos, pero en lo que duró el primer siglo de nuestra Era bastantes lo fueron y, más tarde, a partir de la segunda mitad del siglo n, revelaron en su lucha por el poder entre bastidores una ferocidad y un sadismo que es raro se hayan superado —aunque tal vez queden parejas si las comparamos con las de la corte contemporánea de la dinastía idumea, la fundada en Judea por Herodes el Grande—. No luchaban por el trono para ocuparlo ellas —tal caso era inimaginable—, sino para sus hijos, amantes y hermanos. Su energía y, en un sentido curioso, su habilidad están fuera de discusión. Las escapatorias que encontraron y las metas tras las que iban también se sitúan más allá de toda dignidad, decencia o compasión humanas.


Es evidente que las mujeres de Roma no han de juzgarse por sus peores representantes. Por otro lado, hay algo pleno de significación, por más que ésta sea torcida, en ese grupúsculo de hembras reales. Bajo el sistema de valores al uso, la mujer había de contentarse con satisfacciones ajenas. Su papel era el de ser felices en la felicidad y el éxito de sus esposos y del Estado, para el que parían y criaban a la siguiente generación de varones. "Amó a su marido... Le dio dos hijos... Cuidaba de la casa y hacía labores de lana", tal era el más alto de los encomios, no sólo en Roma, sino también en gran parte de la historia humana. Lo que estaba detrás de la fachada aceptada, lo que Claudia pensaba o se decía a sí misma, eso jamás lo sabremos. Cuando el silencio se rompe, los sonidos que nos llegan —al menos en la familia real— no son muy armoniosos. La mayor parte de las Claudias, no hay duda, aceptaron completamente, incluso defendieron, los valores que sus maridos habían fijado. No conocían otro mundo. Lo que es revelador es que las esporádicas rebeldías tomaran las formas que hemos contemplado.


traducción Antonio Pérez-Ramos. Barcelona: Ed. Ariel, 1975. (Sólo para Fines Académicos)

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